LA ARBOLEDA PERDIDA
De JEERONIMO MELRINHO y JOSEFA CAIXINHA
Muchos años después,
cuándo mi abuelo ya se había ido de este mundo y yo era un hombre hecho, llegué
a comprender que mi abuela, también ella, creía en los sueños, Otra cosa no
podía significar el que, estando sentada una noche, ante la puerta de su pobre
casa, donde entonces vivía sola, mirando
las estrellas mayores y menores de encima de su cabeza, hubiese dicho estas
palabras: “El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir”. No dijo miedo
de morir, dijo pena de morir, como si la vida de pesadilla y continuo trabajo
que había sido la suya, en aquel momento casi final, estuviese recibiendo la
gracia de una suprema y última despedida, el consuelo de la belleza revelada.
Estaba sentada a la puerta de una casa, como no creo que haya habido alguna
otra en el mundo, porque en ella vivió gente capaz de dormir con cerdos como si
fuesen sus propios hijos, gente que tenía pena de irse de la vida sólo porque
el mundo era bonito, gente, y ese fue mi abuelo Jerónimo, pastor y contador de
historias que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los
árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no
los volvería a ver.
José
Saramago